De pequeño siempre quise vivir en una ciudad. En una ciudad con metro. En una ciudad con metro de Madrid.
Y no es sencillo, ni mucho menos, acabar viviendo en esta ciudad. Cientos de millones de almas en pena viven en este mundo y los de Madrid no llegamos ni a los cinco millones (contando a los que vivimos en Aluche, que también hemos acabado en Madrid aunque casi estemos en Alcorcón).
De pequeño siempre me gustó montarme en la línea 5 (Aluche) para ir a casa de mi amigo Julián, que se tuvo que venir a Madrid porque su padre se quedó metido en el paro de Extremadura y no quería destripar terrones resecos. Eran, casi todos, trenes de color rojo oscuro (me acuerdo perfectamente) que siempre iban con las ventanas abiertas. Eran tan feos que me los quedaba mirando muy serio desde el andén y los dejaba pasar, uno tras otro, hasta que pasaba uno que era azul; me gustaban mucho más lo azules.
Ahora, cuando por fin he conseguido vivir en Madrid sin tener que ir a Carabanchel a casa de Julián, ni tener que visitar a mis aburridas titas de General Pardiñas, meto una moneda en la ranura de una de las máquinas de la entrada y ando derecho hacia las escaleras mecánicas en busca del andén subterráneo de mis infancias.
Siempre es lo mismo. El metro es un puro deja vu desde que entras hasta que sales. Más bien es una cosa rara entre un deja vou y la "teoría del eterno retorno" de Nietzsche.
Para empezar no tienes por qué saber si es de día o de noche porque siempre está iluminado por dentro y negro por fuera de los vagones. Los cables adosados a la pared del túnel son de colores y parece que se mueven de arriba abajo al avanzar el convoy por dentro de las tripas de Madrid. Siempre hay una mujer sentada con las piernas cruzadas en el andén de enfrente. Un hombre medio bien vestido se duerme al salir de Oporto, entra en fase REM en Marqués de Vadillo, en fase NO REM en Pirámides y despierta al llegar a Puerta de Toledo, justo cuando todos pensábamos que acabaría el trayecto en
Una pareja de adolescentes se recata al final del vagón para morrear (imagino por decoro o algo parecido). Un tipo con un diente de oro toca triste un maltrecho acordeón con un relieve de Lennin y unas teclas amarillas como sus dientes. Una peruana muy mulata deja ver su melena teñida de rubio desplegándola ante todos los que vamos dentro del gusano. El pelo rubio en una mulata no pega, pero en el metro sí que pega; por eso casi nadie la mira. La señora que lee un libro siempre va en el metro. A lo mejor no es capaz de chupar una página en el Retiro o en un banco de
En el metro siempre ves mochilas. Siempre las mismas mochilas de las mismas estúpidas marcas de deporte que portan barrigudos curritos cuya gimnasia no es otra que la de cambiar filtros de aceite, cambiar fuminallas de cisternas ajenas o vete tú a saber.
A veces un empleado de banco displicente se cuela en
En el metro se liga mucho. Con la mirada pero se liga mucho. Todo el mundo pega el repaso al vagón buscando una cara atractiva o al menos interesante que llevarse para casa al final del día. Algunos somos algo disimulados y nos limitamos a un reconocimiento superficial de ojos y facciones, pero otros (y otras) son más descarados y relamen de un vistazo las caras más bonitas, que lo he visto yo.
Cristóbal Colón llegó a América en
Soy uno de los muchos desafortunados que tienen que ir a trabajar en coche soportando, con más estoicismo que el propio Zenón de Citión, los atascos de la carretera de Extremadura y a los tertulianos de Onda Cero. Por eso, cuando hace tiempo que los ciclos circardianos de mi cerebro no me regalan un deja vou, cojo la línea 5 camino de Callao y me voy por esos mundos...
Original de Luis Folgado
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